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Viernes, 17 de Octubre de 2025

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Caminando hacia la desmemoria (CIX)

Recordando a todo un señor

Reflexión del cronista oficial de Telde, Antonio María González Padrón, licenciado en Geografía e Historia

ANTONIO MARÍA GONZÁLEZ PADRÓN Jueves, 12 de Junio de 2025 Tiempo de lectura: Actualizada Jueves, 12 de Junio de 2025 a las 20:08:25 horas

Recordando a todo un señor: don Agustín Manrique  de Lara y Bravo de Laguna

 

Un día, en la parroquial de San Francisco de Las Palmas de Gran Canaria, mientras esperábamos la salida procesional de la Santísima Imagen de Nuestra Señora de la Portería, un más que emocionado don Agustín, llenaba el tiempo contándome varias anécdotas de su por aquella entonces ya larga vida. Lo hacía con naturalidad y, acostumbrado como estaba a ser escuchado, se extendía en el relato con cientos de detalles que lo enriquecían como si de novela realista se tratara. Yo, osado joven, casi experto en eso de saber escuchar largos relatos biográficos (los de mi abuela, padres y tíos abuelos, quienes me ad[Img #979636]octrinaron en la materia), sutilmente lo interrumpía, más para demostrarle mi sincero interés por sus historias, que por adelantarme a sus más que seguras explicaciones.


Cuando yo tenía unos pocos años, tal vez cinco o seis- decía don Agustín- para mi familia e íntimos, sólo era Tintín o a lo sumo Agustinito, aunque como bien me recordaba la aya o institutriz, yo por nacimiento y desde la cuna, tenía el Don. Ella misma, entre lección y lección de urbanidad, cuestión ésta común en todos los niños de la época, me hacía sentir miembro de una familia realmente importante. Así, me repetía una y otra vez ¿Cuál es el lema que adorna el escudo familiar de los Manrique de Lara? Y yo, sin pensarlo dos veces, decía con voz cantarina: Que nos no venimos de Reyes, que Reyes vienen de nos. 


Si los halagos, las lisonjas y los muchos adulamientos eran muy comunes en aquellos años, mi padre y mi madre, Francisco Manrique de Lara y Massieu y Luisa Bravo de Laguna y León, grandes cristianos, se esmeraban sobremanera en ponerme los pies en tierra. Aprovechaban cualquier ocasión para enriquecer mi espíritu con devotos actos de Fe, Esperanza y Caridad. Ante todo y, sobre todo, querían hacer de mí un buen creyente y un ciudadano ejemplar. Mis progenitores, tenían un alto sentido de la justicia social y no se cansaban de repetirme la Parábola de los Talentos. Es decir, en el Juicio Final se nos juzgará, según los dones que sólo por Gracia del Espíritu Santo se nos fueron dados con generosidad. Así, querido Antonio, siempre he tenido presente mis obligaciones para con la Casa, es decir, para con la familia y también de forma prioritaria para todos los que dependían de mí, sin distinción alguna de parentesco, clase social o trabajo realizado en mis múltiples propiedades. También me repetían que, en el futuro, cuando fuera dueño de todo, jamás me creyera propietario de nada, pues en realidad todo lo que iba a poseer era el sacrificio de generaciones, por lo que yo, Agustín Manrique de Lara y Bravo de Laguna era simplemente un usufructuario, y como tal debía conservar todo ese legado patrimonial y hacer posible acrecentarlo. Créame, para mí ha supuesto una losa muy pesada, pues desde que nací hasta el día de hoy, los tiempos han cambiado una barbaridad y lo que antes era extrema seguridad y confort, hoy es ocupación y preocupación.


Los que han tenido la santa paciencia de leerme hasta ahora, se estarán haciendo la siguiente pregunta ¿Acaso tenía una grabadora para guardar tal conversación? Les sacaré de dudas. No, no tenía ningún aparado grabador, pero sí tenía y tengo una excelente memoria, lo que me hizo escribir todo lo que había escuchado, tan pronto como llegué a casa.


En posteriores encuentros con don Agustín, a veces en su casa veguetera, junto a la Catedral de Canarias; otras tantas, en las casas del Cortijo de San Ignacio, en tierras de Telde; en los salones de la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Gran Canaria y, como no, en la sala 201 de la Casa-Museo León y Castillo, aquella que conserva el despacho personal de tan ilustre patricio, llamado cariñosamente por don Agustín, Tío Fernando.


Sus visitas a esta institución museística cabildicia no eran frecuentes, si por tal se tienen aquellas que son semanales o mensuales, pero sí semestrales. A veces, iba solo acompañado de su chófer. Entonces entraba directamente al patio central. Allí con bastón en ristre y voz sonora, me decía: Antonio, vengo a hablar con tío Fernando, usted, mejor que nadie, sabe lo bien que me aconseja.


En otras ocasiones, venía acompañado de su prima, doña María del Pino León y Castillo y Manrique de Lara, IV Marquesa del Muni. Cada uno se acercaba hasta nuestro museo en su propio coche y tras saludarse en la acera, con dos besos y un abrazo, entraban en el recinto, en donde la memoria les traía miles de recuerdos familiares. Después, accedían al anteriormente mentado despacho y allí en unos cómodos sillones dispuestos en torno a una bellísima y noble mesa de origen filipino, comenzaban a dialogar de lo humano y divino, mientras Rosarito León (Operaria de limpieza de la casa) les servía una aromática taza de agüita guisada, que hacía las delicias de los tertulianos. Cuando ya llevaban algo más de media hora, con prudente sigilo me acercaba y, pidiéndoles permiso para acompañarlos, me sentaba en una de las sillas allí existentes. Doña Pino, que era muy sagaz, intuía que ahora había que pasar página y comenzar a ilustrar al joven museólogo, que a base de preguntas se interesaba por todos los recuerdos que ambos atesoraban. Evoco esos momentos como de los mejores y más fructíferos de mi vida profesional. Jamás quedó una cuestión sin contestar con toda suerte de detalles, aunque la misma tocase temas realmente espinosos para la familia. Siendo distintos, que en verdad lo eran, los primos poseían algunas características comunes, tales como la extroversión, la locuacidad, la espontaneidad, la libertad de pensamiento y palabra… La memoria, ese anaquel del que eran dueños absolutos, se abría con gracia para este joven de treinta y pocos años que ya soñaba con ser Cronista Oficial de su ciudad natal. Por contar, me contaron cosas aquí irreproducibles por lo que tienen de muy personales e íntimas y que yo jamás he escrito ni escribiré. Sólo señalaré que ante la sincera confesión de amor eterno que don Agustín decía profesar a su ya difunta esposa, doña María Luisa Llarena y Cólogan, con quien había contraído matrimonio, hacía ya mucho tiempo, concretamente el 9 diciembre de 1932. En cambio, doña Pino le confesaba: Agustinito, qué pena no poder decir lo mismo hacia quien fue mi esposo. Ni lo quise en vida, ni lo recuerdo con agrado, después de muerto. Mi matrimonio, como tantos otros de la época y entre los de nuestra clase, fue un acuerdo económico por puro interés familiar, ni más ni menos. Cuando conocí la felicidad, fue porque me la aportaron mis hijos, que han sido siempre mis ilusiones hechas realidad. Aunque, algún que otro disgusto me han dado.


En otro orden de cosas, he sido testigo de la generosidad de ambos para con la Iglesia Católica. Tanto don Agustín como doña Pino, no hicieron oídos sordos a las necesidades del Obispado, tanto a nivel parroquial como catedralicio, asistiendo con buenas cantidades económicas, cuando no con solares edificables para las crecientes necesidades del culto. Igualmente, atendiendo cuantas peticiones se le hicieron a favor del Seminario y de algunas órdenes e institutos religiosos, llevándose la palma, sus cariños y sus más que sinceros afectos, los beneméritos Hermanos de San Juan de Dios, sus predilectos.


La IV Marquesa del Muni, en su finca de Las Cruces, antes del Alcaravanal, poseía un pequeño y coqueto Oratorio, mandado a edificar, en estilo neocanario, por su padre don Luis León y Castillo, III Marqués del Muni. En él y en dos nichos laterales al altar, se custodian dos mitades de tronco de pino marino que, de forma cuasi milagrosa, al partirlo, en su interior apareció una Cruz dibujada como si se tratase de una huella hecha a fuego.


Don Agustín Manrique de Lara y Bravo de Laguna, único canónigo seglar de la Santa Iglesia Basílica Catedral de Canarias poseyó varios oratorios privados, tantos como domicilios particulares. Pero sin duda alguna, dos destacan sobre los demás, nos referimos al de su mansión de San José de Las Vegas (Santa Brígida), con curato propio hasta fechas recientes del siglo pasado. Y en el histórico del Cortijo de San Ignacio de Loyola, en cuyo interior la familia y allegados escuchaban la Santa Misa, en presencia de la mayor colección en manos privadas de reliquias de Santos.


Y ya que estamos en El Cortijo, traigamos hasta aquí un hecho, que según don Agustín, le marcó toda su vida. Cuando era pequeño, un día, la propietaria del Cortijo de San Ignacio y tía suya, lo llamó para explicarle que al ser él heredero de todo lo que poseía de sus padres, ella había pensado dejarle la propiedad teldense a su hermano pequeño. Él confesó, en una entrevista televisiva, que aquella decisión no fue de su agrado y cogió una pequeña rabieta. Pasaron los meses, tal vez algún que otro año… Y estando en una escuela aprendiendo las primeras letras para ingresar en aquel mismo curso, en el recién estrenado Colegio de los Padres Jesuitas (Con sano orgullo reseñaba que fue el primer pupilo matriculado en dicho centro escolar), vio llegar a un empleado de la Casa, quien lo apremiaba a volver con él lo antes posible. Después de informarle lo mejor que pudo de la muerte repentina y prematura de su pequeño hermano. 


Su pesar vino marcado por la soledad insoportable de ser, a partir de entonces, hijo único. Preguntado por cual fue su reacción ante tal nefasto acontecimiento, dijo: Pobre de mí, usted quiere ver que en mi inocencia sólo pensé que el Cortijo volvía a ser mío y jugando a la pata coja llegué a casa, sin darle mayor importancia a la muerte de mi hermano. Desde que tengo uso de razón no he dejado de confesar ese pecado. La penitencia ha sido y es, la soledad. El vivir entre personas mayores, sin apenas poder compartir juguetes y juegos…


Así de sentimental era nuestro ahora biografiado. Ternura que entregó con manos abiertas a su esposa, venerada cada día de su viudedad. La compañía de sus hijos: Francisco José (12 de marzo de 1934 – 27 de julio de 2002), Luis Ignacio, María del Pino y María, fue el compensador consuelo, situación anímica que mejoraba ante la presencia de sus nietos, en los cuales veía reflejada las virtudes familiares, entre ellas el amor exacerbado a Nuestra Señora del Pino, Patrona, junto a San Antonio María Claret, de la Diócesis de Canarias.


Don Agustín era hombre de esmerados conocimientos culturales, que adquirió en las aulas del Colegio San Ignacio de Loyola de Las Palmas de Gran Canaria, regentado entonces por sacerdotes vascos de la Compañía de Jesús. Y acrecentados en su largo viaje de estudios a Inglaterra, en cuya capital, Londres, tuvo ocasión de visitar numerosas veces el British Museum, La National Galerie, La Victoria and Albert Galerie, y otros tantos lugares de interés histórico. Su condición social le permitió una estancia holgada, contando con un fiel asistente canario, que le acompañaba en sus clases de perfeccionamiento del idioma inglés, así como a los diferentes tours que, a lo largo y ancho de la Gran Bretaña, realizó. El conocimiento profundo de las casas o empresas importadoras de productos canarios, tales como el plátano y el tomate, no fue asignatura pendiente para él. La familia Manrique de Lara exportaban cantidades ingentes de dichos frutos que eran recibidos en varios puertos ingleses, llegando en fechas posteriores a los mejores mercados del Reino Unido. Don Agustín, llegó a dominar las leyes de las transacciones económicas entre estas Islas y las que conformaban las británicas. A su vuelta a Las Palmas de Gran Canaria, tenía una idea exacta de las mismas. Por mucho tiempo, en su Documento Nacional de Identidad (D.N.I.), en el apartado de profesión quedaba reseñado: Cosechero-Exportador.


Los diferentes círculos artísticos insulares, no sólo no le fueron extraños, sino que vieron en él un muy estimable mecenas. Así, su entrañable amistad con Néstor y Miguel Martín Fernández de La Torre, Néstor Álamo, César Manrique, Lola Massieu, Pepe Dámaso, María Mérida, Jesús González Arencibia, Santiago Santana, Saulo Torón, Isabel Macario Brito, Alfredo Kraus, etcétera. Dieron notables frutos. La ópera, la zarzuela y las representaciones teatrales contaron siempre con su presencia.


Ampliando este apartado, sería aconsejable que el lector se quede con la siguiente afirmación del Cronista que esto escribe: Mucho se ha dicho y bien de Néstor Álamo y su proyecto de enriquecimiento de las Fiestas Mayores de Nuestra Señora del Pino, en Teror. La creación de la primera gran romería, ocurrida el 7 de septiembre de 1952, en verdad tuvo dos protagonistas, el anteriormente mentado artista polifacético de Santa María de Guía de Gran Canaria (Actualmente Guía) y el propio don Agustín, contando, eso sí, con la colaboración cómplice del Presidente del Cabildo Insular, don Matías Vega Guerra. El lugar en que se gestó ese acontecimiento anual, fue la Casa de Los Patronos de La Virgen, propiedad de éste último. La idea clave era potenciar la creatividad artística y artesanal de todos los municipios grancanarios, cuestión esta que hoy en día sigue vigente gracias al Patronato de Nuestra Señora del Pino.


La Casa de los Manrique de Lara, desde su arribada a las Islas Canarias y antes en tierras peninsulares, habían probado Nobleza, no habiendo página en nuestra Historia Archipelágica, que no se hable de uno de ellos. De todos los honores recibidos de manos de Reyes y de la Santa Sede, tal vez al que más aprecio le tienen es el de ser Patrones de la Siempre Venerada Imagen de Nuestra Señora del Pino. Este cargo, de altísimo contenido religioso y social, le hace crear una Fundación para velar por todo lo concerniente a las tradiciones en torno a La Señora Siempre Virgen. 


Fue don Agustín, como ya hemos dicho anteriormente, hombre desprendido y dadivoso. También hombre de honor y profunda Fe, de ahí que en los días importantes de la Fiesta de la Patrona de Gran Canaria y desde su casa de Teror, acudiera puntualmente a todas las celebraciones litúrgicas llevadas a cabo en el interior de la Basílica Mariana. La imagen del Cabeza de la familia Manrique de Lara, delante del trono de la Sin Pecado, en su Procesión Magna del día 8 de diciembre, era un clásico más de las Fiestas Mayores terorenses. Si en las primeras décadas de su patronato, sólo era visto por los que acudían por aquellas fechas a La Villa, entrado los años sesenta y por varios lustros, fue reconocido por todos los canarios que lo veían a través de las retransmisiones televisivas.


Este Patronato que tan dignamente ha salvaguardado, durante siglos, los diferentes primogénitos de la familia (Las primeras noticias del mismo las tenemos en pleno siglo XVI), lo heredó don Agustín Manrique de Lara y Bravo de Laguna de su padre. Y él, ya anciano, a su vez, se lo cedió a su hijo mayor, Francisco José Manrique de Lara y Llarena. A éste le recordó lo que su propio padre le había mentado, años atrás, estando a mitad de la procesión, cuando ejerció de Patrón por última vez, en la Fiestas del Pino: Virgen del Pino, yo te he traído hasta aquí, ahora llévame tú contigo. Y entró en su Casa de los Patronos. Continuando sólo su hijo, hasta el final de la procesión.


La vida tenía reservado, a nuestro biografiado, un dardo de dolor, que lo abatió sin recuperación posible. Ni en sus peores sueños, pudo pensar que asistiría a la inesperada  muerte de su hijo mayor. El óbito sucedía cuando don Francisco José había alcanzado reconocida fama de hombre de bien y político de muy altas miras, defensor de su Gran Canaria natal y conciliador entre las siempre beligerantes Islas Capitalinas. Este lúgubre hecho hizo que don Agustín tuviera que entregar por segunda vez el Patronazgo, ahora a su nieto mayor, don Agustín Manrique de Lara y Benítez de Lugo, nacido en 1964. La madre de éste último, doña Leonor Benítez de Lugo y Benítez de Lugo (27 de marzo de 1936), dama de muy noble familia, tuvo además del anteriormente mentado, a: doña Leonor, nacida en 1960; doña María Luisa, en 1961 y doña Elvira, en 1962.


Don Agustín Manrique de Lara y Bravo de Laguna, que en vida recibió tantos honores y distinciones, bien merecería del Cabildo de Gran Canaria y del Ayuntamiento capitalino la colocación de una placa alusiva a su persona, en el frontis de su casa  de la calle del Reloj. En ella se deben destacar, junto a su nombre y apellidos, las fecha de nacimiento y muerte (18 de junio de 1909-14 de noviembre de 2004), así como un expresivo: Los Grancanarios Eternamente Agradecidos.


La Historia no terminará con lo aquí reseñado, hay otro Agustín fresando los 31 años que heredará, en su momento, el siempre honroso título de Patrono de Nuestra Señora del Pino, Excelsa  Madre Celestial de los grancanarios.

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